LA MOCIÓN DE VALENCIA: SOBRE PROCESO CIVIL Y GARANTÍA
27 Ene 2006
JORNADA
INTERNACIONAL SOBRE PROCESO CIVIL Y GARANTÍA CRÓNICA:
El
día 27 de enero de 2006, con el patrocinio de la Editorial Tirant
lo Blanch y la convocatoria del Prof. Juan Montero Aroca para la celebración de
la Primera Jornada
Internacional sobre -Proceso Civil y Garantía-, se reunieron en Valencia,
España, los Prof. Adolfo Alvarado Velloso (Presidente del Instituto
Panamericano de Derecho Procesal, Profesor de Derecho Procesal y Abogado, de
Rosario, Argentina); Eugenia Ariano Deho (Profesora de Derecho Procesal Civil
en la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú), Franco Cipriani
(Ordinario de Diritto Processuale Civile y Avvocato, Bari, Italia); Federico G.
Domínguez (Presidente del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos
Aires y Profesor de la
Universidad de Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina),
Luís Correia de Mendonça (Juiz de Directo, Docente do Centro de Estudos
Judiciários, Lisboa, Portugal); Girolamo Monteleone (Ordinario di Diritto
Processuale Civile y Avvocato, Palermo, Italia) y Juan Montero Aroca
(Catedrático de Derecho Procesal en la Universidad de Valencia y Magistrado del Tribunal
Superior de Justicia, Valencia, España).
Después
de una amplia deliberación aprobaron la Moción de que aquí se da cuenta. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
EL PROCESO CIVIL EN EL
SIGLO XXI: TUTELA Y GARANTÍA
I. PREÁMBULO
Todos
los poderes del Estado democrático basan su legitimidad en el reconocimiento,
la defensa y la garantía de las libertades y de los derechos de sus ciudadanos
y, realmente, de todas las personas. Por ello, el Poder Judicial, en el
ejercicio de su potestad específica, se justifica en su misma existencia en
tanto que garante real y efectivo de los derechos e intereses legítimos de las
personas. El monopolio de la potestad jurisdiccional asumido por el Estado no
puede justificarse desde la mera asunción de poder, sino desde la consideración
de que ese poder está necesariamente al servicio de aquellos cuya libertad da
razón de ser al propio Estado.
Si
la función de la jurisdicción en general debe radicar en la tutela de los
derechos e intereses legítimos del individuo, y si la función del juez en el
caso concreto consiste en ser el garante último de esos derechos e intereses,
hay que aceptar de inmediato que ello no puede hacerse de cualquier modo sino
necesariamente de una manera muy concreta: por medio del proceso, que desde la
perspectiva del juez es garantía de acierto y desde la de las partes garantía
de la manera como han de tutelarse sus derechos.
De
este modo el proceso es, por un lado, el instrumento único para el ejercicio de
la potestad jurisdiccional y, por otro, el instrumento único de ejercicio del
derecho de acción.
Estas
dos elementales consideraciones estaban muy claras en el pensamiento de la
división de poderes y en su justificada desconfianza ante los poderes públicos,
por lo que se buscó y encontró en la ley -ahora en las normas orgánicas y
procesales- límite a los abusos en el ejercicio del poder.
Siendo
evidente lo anterior, la situación se alteró sustancialmente, en los años
finales del siglo XIX y en los iniciales del siglo XX, como consecuencia de la
crisis sufrida por las instituciones propias del Estado. Esa crisis llevó a la
aparición de movimientos ideológicos de exaltación de la autoridad, en los que
se acabó por considerar que era el individuo el que estaba al servicio de los
fines del Estado y no al revés. Esas concepciones de alteración de las
relaciones entre el Individuo y el Estado son las que estaban en la base de la
llamada -publicización- del proceso civil.
A
pesar del abandono de las concepciones ideológicas que primaban la autoridad
frente a la libertad, y a pesar de lo que se desprende sobre el sentido de la
función de la jurisdicción y del proceso de los principales documentos
internacionales de derechos humanos (desde la fundamental Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948 y hasta las correspondientes convenciones regionales)
e incluso de las constituciones de los propios Estados, parte de los
cultivadores del Derecho procesal siguen aún auspiciando algunas de las
consecuencias de aquellas ideologías, como por ejemplo el aumento de los
poderes del juez y, obviamente, la disminución de los derechos de las partes.
II. LAS GARANTÍAS
PROCESALES
Si
en el siglo XX el proceso civil se ha regulado en muchos países desde la
consideración de la primacía de los intereses públicos sobre los individuales,
el siglo XXI debe ser el de la regulación del proceso civil como garantía de
los derechos e intereses legítimos de de los individuos.
Si
en el siglo XX los procesos civiles regulados desde las concepciones
-publicistas- no han dado buen resultado y han llevado en la práctica a una situación
de innegable ineficacia, siendo manifiesto que la situación actual de esa
práctica es claramente insostenible en muchos países, nos parece evidente que
las reformas del siglo XXI, no podrán seguir consistiendo otra vez en -más de
lo mismo-.
Las
concepciones ideológicas desde las que se conformó el proceso civil en el siglo
XX han quedado superadas y el futuro está en la idea-fuerza de la libertad de
los individuos como función básica del Estado democrático y, consiguientemente,
en el proceso como garantía.
En
fórmula breve: garantismo procesal.
1. Jurisdicción
La
jurisdicción no puede encontrar su justificación en fines ajenos a ella misma.
La función de la jurisdicción consiste en la tutela de los derechos e intereses
del individuo, y la función del juez en el caso concreto tiene que consistir en
ser el garante último de esos derechos. Sólo de esta manera la jurisdicción y
el juez pueden llegar a restablecer el orden jurídico.
a)
Al servicio de esa función se debe respetar primero y garantizar después por
los otros poderes del Estado la independencia del juez, que no es un fin en sí
misma pero que supone el sometimiento exclusivo a la ley. La independencia no
puede quedarse en una declaración meramente retórica de las constituciones,
como sucede en tantos países en los que, por ejemplo, la creación de consejos
de la judicatura no ha impedido que continúe el -apoderamiento- de la Justicia por la clase
política (nombramientos, provisionalidades, confirmaciones de jueces).
De
la misma manera los titulares del Poder Judicial no deben convertirse en
titulares de todos los poderes del Estado o en una especie de -suplentes- de
los otros poderes o de -correctores- de su falta de actuación. Por eso, y sólo
por ejemplo, no podrán pretender que dentro de su función está la de determinar
las tarifas (eléctricas, telefónicas o ferroviarias de un país), ordenar al
Estado que derribe una cárcel por obsoleta pero que dedique una parte del mismo
edificio a museo, ordenar a las partes de un contrato que efectúen determinadas
prestaciones para obras sociales no previstas en el mismo, etc. etc.
b)
La condición del juez como tercero, esto es, extraño a los hechos y al objeto
deducido en el proceso, es incompatible con la posibilidad misma de que las
normas le permitan asumir en el proceso funciones que son propias de las partes
(iniciar el proceso, determinar o cambiar el objeto del proceso, apreciar de
oficio la existencia de hechos no alegados por las partes, decidir la práctica
de pruebas de los hechos sí alegados por las partes). En esa condición de
tercero no pueden darse diferencias entre los tipos de procesos (civil y
penal), no pudiendo admitirse procesos que puedan calificarse de inquisitivos.
c)
Además de tercero el juez debe ser imparcial. La imparcialidad, que es algo
diferente aunque añadido a la condición de tercero, en sentido estricto supone
que el juez no puede tener interés ni con relación a las personas que son
parte, ni respecto del objeto del proceso. Es necesario garantizar que en el
caso concreto el juicio del juez está determinado sólo por el cumplimiento
correcto de su función de tutela de los derechos e intereses de las partes.
2. Proceso
El
proceso civil, como en realidad todos los procesos, debe regularse desde la
consideración de que es garantía para los individuos en la persecución de lo
que estiman que es su derecho o interés legítimo y debe realizarse con estricta
sujeción a esa ley reguladora. La norma procesal debe entenderse como norma de
garantía y por ello su observancia por el juez y por las partes afecta a la
esencia misma de la garantía de los derechos e intereses que prometen las
constituciones.
El Estado democrático debe garantizar a todas las personas que
podrán iniciar y realizar un proceso en condiciones de igualdad. A ese efecto
adoptará las medidas que se estimen necesarias, como la asistencia jurídica
gratuita a cargo del propio Estado, pero no podrá el juez de un proceso
concreto, en tanto que tercero e imparcial, asumir funciones o deberes de
promoción de esa igualdad -sustancial-.
La
norma procesal debe regular supuestos de ampliación de la legitimación, que
deben referirse, por un lado, a los intereses legítimos de los individuos y,
por otro, a los intereses colectivos o difusos, siempre de conformidad con lo
previsto en las normas materiales.
Son
los partes las únicas que podrán iniciar el proceso; nunca el juez. Cuando
exista un interés público en un proceso la condición del juez como tercero debe
mantenerse en todo caso y por ello nunca podrá el juez iniciar el proceso.
La
defensa en juicio de ese interés público se confiará al Ministerio Público, al
cual se le atribuirá legitimación para actuar en ese proceso como parte. En su
actuación el Ministerio Público no puede tener un trato privilegiado en el
proceso, sea éste del tipo que fuere.
La
regulación del proceso en la ley ordinaria deberá partir de la base fundamental
del respeto a las garantías y principios procesales plasmados en los tratados
internacionales y en la constitución respectiva. Lo que promete a los individuos
esos textos no puede acabar siendo desconocido por las leyes procesales
civiles.
De
la misma manera, en la realización de cada proceso concreto en la realidad el
juez debe respetar y hacer efectivas esas garantías y derechos, asegurando la
contradicción y la igualdad entre las partes.
Las
partes no pierden la titularidad y la disponibilidad de sus derechos por el
mero hecho de que exista controversia sobre ellos ni porque, como consecuencia,
necesiten de la declaración judicial y por ello del proceso. En ese proceso el
principio dispositivo no es una cuestión de mera técnica procesal, sino algo
que caracteriza su misma esencia.
Por
medio del proceso se persigue reconstruir y conocer, dentro de lo humana y
legalmente posible, los hechos del pasado para que puedan ser declarados y
desde ellos tuteladas las posiciones jurídicas derivadas de esos hechos. El
juicio es expresión de la certeza del derecho, que es cosa conceptual y
jurídicamente muy distinta de la llamada verdad material.
El
principio del llamado libre convencimiento del juez no puede tener la función
de permitir la introducción de modo arbitrario e incontrolado medios de prueba
no previstos por la ley.
La
realización de los procesos concretos no puede olvidar que si importa, desde
luego, el resultado del mismo, esto es, el contenido de la decisión judicial.
También importa, y no menos, el camino, el cómo se llega a ese resultado, pues
el fin (el resultado o decisión judicial de tutela del derecho subjetivo) no
justifica el desconocimiento de la legalidad procesal (el camino o modo de
llegar a la decisión).
El
resultado y el modo de llegar al mismo están indisolublemente unidos, de manera
que si se prima al resultado sobre el camino para llegar a él, se convierte en
inadmisible el resultado mismo, dado que a él se ha llegado sin respetar las
garantías previstas para ello.
En el proceso entendido como instrumento de garantía, los
abogados tienen un papel específico y fundamental, tanto que el derecho de
defensa adquiere en la actualidad su verdadero sentido cuando se refiere a
ellos. El abogado debe asumir la defensa de los derechos e intereses legítimos
de su cliente con todas las fuerzas de su inteligencia y capacidad y utilizando
todos los medios que la ley regule y permita.
En
Valencia (España) a veintisiete de enero de dos mil seis.
Adolfo Alvarado Velloso, Eugenia Ariano Deho, Franco Cipriani ,
Federico G. Domínguez , Luís Correia de Mendonça, Girolamo Monteleone, Juan
Montero Aroca.
ADDENDA:
Después
de reproducir literalmente el contenido de esa Moción puede ser conveniente,
con todo, añadir en esta Crónica alguna información sobre cómo se ha llegado a la Jornada y, además, algún
comentario más respecto de lo que han significado las concepciones que se han
llamado -publicistas- sobre el proceso civil o que se han amparado bajo la
llamada -publicización- del proceso civil en el siglo XX.
La Primera Jornada Internacional parte de la
existencia de una polémica y de un libro. La polémica, centrada en el sentido
del proceso civil y, por lo mismo, en la función que el Poder Judicial cumple
en el proceso civil, fue dando lugar a diversas publicaciones que se
recopilaron después en el libro Proceso civil e ideología. Un prefacio, una
sentencia, dos
cartas y quince ensayos (Tirant lo Blanch, Valencia, 2006).
Los autores de esas
publicaciones son Adolfo Alvarado Velloso (Argentina), Eugenia Ariano Deho
(Perú), José C. Barbosa Moreira (Brasil), Franco Cipriani (Italia), Ignacio
Díez-Picazo (España), Federico G. Domínguez (Argentina), Luís Correia de
Mendonça (Portugal), Girolamo Monteleone (Italia), Juan Montero Aroca (España),
Joan Picó i Junoy (España) y Giovanni Verde (Italia).
Con
ocasión de la presentación de ese libro se ha celebrado la Primera Jornada
Internacional y en el curso de la misma los asistentes indicados al inicio de
esta Crónica aprobaron la
Moción que, como es obvio, responde a una manera de concebir,
no sólo el proceso civil, sino también la función de la jurisdicción, y esa
manera es la que se considera que se corresponde con la función de un Estado
democrático.
En
efecto, después de varios siglos en los que la consideración teórica y el
análisis práctico se centró primero en el juicio, después en la práctica
forense y, por fin, en el procedimiento, el siglo XX ha sido el siglo del
proceso y por ello del Derecho Procesal. Naturalmente el centrar la atención en
el proceso supuso partir inicialmente de dos consideraciones:
1.)
las normas reguladoras de ese proceso tienen carácter público, y por ello, como
regla, no pueden quedar dependiendo ni de la disponibilidad de las partes, ni
de la discrecionalidad del juez
2.)
el Estado no puede dejar de estar interesado en la efectividad del proceso
civil. Ello debe llevarle a dar a la sociedad los medios necesarios con los que
pueda lograr una justicia eficaz y oportuna, en el sentido de garante real de
los derechos e intereses de los individuos que la integran y no a pretender
servirse de él para sus fines generales y por ello políticos.
a) Las concepciones
totalitarias o autoritarias
Las
concepciones ideológicas de los años finales del siglo XIX y de los iniciales
del siglo XX, las que alteraron las relaciones entre el Individuo y el Estado y
que llevaron a la llamada -publicización- del proceso civil, supusieron que:
1)
los poderes del Estado y, en lo que nos importa ahora del Judicial, no
encontraban su legitimidad en la defensa y garantía de las libertades y
derechos de los ciudadanos, sino que se convirtieron en meros detentadores del
poder de mando, poder utilizado para limitar y someter la libertad de los
particulares a los que se consideraban -intereses superiores- del Estado mismo;
2)
el proceso se convirtió, asimismo, no en medio para la tutela de los derechos e
intereses legítimos de los ciudadanos, sino en instrumento para garantizar el
cumplimiento de los fines del propio Estado, fines que necesariamente era
políticos y dependían de cada ideología.
Tanto
lo relativo a la potestad jurisdiccional como al proceso se hizo evidente en
regímenes totalitarios como los de Italia, de Alemania y de la URSS, en los que el proceso
civil (en mayor o menor medida) fue específicamente concebido desde las alturas
del poder (y de sus ideólogos) como un instrumento más para el logro de los
fines del Estado (fascista, nazi o soviético) y desde luego no como garantía de
los derechos de sus ciudadanos, los cuales pasaron a ser otra vez súbditos;
3)
desde las anteriores concepciones las partes en un proceso, y por medio de sus
demandas, se limitaban a dar al Estado la oportunidad de aplicar en el caso
concreto las normas de derecho objetivo, normas que respondían a una manera de
entender el interés público;
4)
como consecuencia se produjo el aumento de los poderes del juez en el proceso y
la correlativa disminución de los derechos de las partes. Y esos poderes no
estaban al servicio de la efectividad de los derechos e intereses de las
personas, sino al servicio de los intereses políticos del Estado. Si el proceso
era un medio para asegurar la aplicación del derecho objetivo, esa aplicación debía
hacerse con la seguridad de que se conocían los hechos y al servicio de ese
conocimiento y de la obtención de la llamada verdad -verdadera-;
5)
en este contexto, las partes no podían -pelear- por lo que estimaban su derecho
ni cabía hablar de contienda utilizando todas las -armas- permitidas por la
propia ley sino que, por un lado, el juez asesoraba a las partes sobre cómo
mejor llevar su proceso y, por otro, las partes, y especialmente sus abogados,
debían colaborar con el juez en la búsqueda de la solución más justa, por lo
que se les imponían los deberes de veracidad e integridad o, por lo menos, los
de lealtad y buena fe.
b) El mantenimiento de las
consecuencias
A
pesar de la caída de los principales regímenes totalitarios o autoritarios, con
la consiguiente pérdida de sentido de su correspondiente ideología, y a pesar
del vuelco en la concepción de la función de la jurisdicción y del proceso que
se desprende de los documentos internacionales citados en la Moción y de las
constituciones, lo cierto es que algunas de las consecuencias propias de los
mismos siguen defendiéndose.
Se
trata al parecer de no advertir o de no querer reconocer que, por ejemplo con
referencia al aumento de los poderes del juez y a la disminución de los
derechos de las partes, su postulación no se hizo con el fin de garantizar una
mayor efectividad y eficacia de la tutela jurisdiccional de los derechos e
intereses legítimos de los individuos (el Estado al servicio de los
particulares), sino que esos aumento y disminución tuvieron, en su momento,
como única y coherente justificación el sometimiento de los particulares a los
designios del poder del Estado (los particulares al servicio del Estado).
De
esta manera es obvio que en el inicio del siglo XXI la presentación de la vieja
-publicización- no se hace ya, normalmente, de modo directo con referencia a
las viejas ideologías totalitarias o autoritarias, pero todavía se defiende por
alguna escuela procesal que la función de la jurisdicción no es principalmente
la tutela de los derechos del individuo sino la aplicación en el caso concreto
del derecho objetivo con fines distintos a esa tutela, añadiendo que ello se
realiza por medio de un proceso en el que debe predominar el papel del juez
sobre los papeles de las partes.
De
este modo todavía hoy, y a pesar de todo, siguen sosteniéndose las viejas
concepciones -publicistas-, si bien ahora ya no de modo ideológicamente
manifiesto, pues generalmente se presentan como simples cuestiones técnicas.
Pero el caso es que aún en este inicio del siglo XXI la viejas concepciones
siguen pretendiéndose ennoblecer y se presentan bajo eslóganes una y otra vez
reiterados como:
1)
Democratización de la justicia que, siendo expresión vaga e imprecisa en su
contenido técnico, realmente esconde la propuesta de la pérdida de la cualidad
de tercero del juez, el cual de ser tercero e imparcial ante un conflicto entre
dos particulares, conflicto que debe resolver conforme a Derecho, se quiere que
pase a ser -defensor- de una de las partes.
2)
Socialización del proceso civil o proceso social, expresiones en virtud de las
cuales el aumento de los poderes del juez estaría enderezado al logro de la
llamada igualdad -sustancial- de las partes del proceso (en particular de la
parte que se dice socialmente más -débil-), con la misma consecuencia de que el
juez no es que deje de ser imparcial sino que deja de ser tercero.
El
juez, sin duda, debe garantizar a las partes un trato igual en la aplicación de
la norma procesal, evitando la producción de indefensiones, pero no puede
acabar pretendiendo ser un elemento generador de igualdad social.
3)
Búsqueda de la verdad real, que debe pasar a ser la función del proceso y en la
que las partes deben sólo -colaborar-, aunque sea en contra de sus propios
intereses (veracidad, buena fe). A ese fin el juez se convierte en -buscador-
(o sea -inquisidor-) de una -verdad- que puede estar más allá de la propia res
in iudicium deducta por las partes.
4)
Economía procesal, que si algunas veces puede tener el plausible sentido de evitar
actos procesales reiterativos, la mayor parte de las ocasiones se convierte en
excusa para que los jueces no apliquen lo dispuesto en la ley y para desconocer
alguna concreta garantía de las partes.
5)
El juez debe ser elemento de ingeniería social o ingeniero de comportamientos
sociales, lo que se afirma con el fin de que ese juez pase a moldear las
actitudes de los miembros de la sociedad (no de los ciudadanos titulares de
derechos) para lograr un determinado fin político; se trata aquí, una vez más,
de un juez que ha dejado de tener como función la tutela de los derechos e
intereses concretos de los particulares y que éstos llevan al proceso.
De
esta manera es obvio que en el inicio del siglo XXI la presentación de la vieja
-publicización- no se hace ya, normalmente, de modo directo con referencia a
las viejas ideologías totalitarias o autoritarias, pero todavía se defiende por
alguna escuela procesal que la función de la jurisdicción no es principalmente
la tutela de los derechos del individuo sino la aplicación en el caso concreto
del derecho objetivo con fines distintos a esa tutela, añadiendo que ello se
realiza por medio de un proceso en el que debe predominar el papel del juez
sobre los papeles de las partes.
En
el fondo se trataría de saber qué de diferente hay entre sostener alguna de las
viejas ideologías, con matices diversos entre ellas, como es lógico, y seguir
defendiendo posiciones que se quiere que se llamen -publicistas-. Si existe la
diferencia sería conveniente que se explicare.
Hasta
aquí alguna puntualización de las que me ha suscitado la lectura de la Moción, aunque debo
reconocer que el discurso podría ser mucho más largo y que cada lector debe
formarse su propio juicio.